Había una vez una persona llamada Andrés, quien siempre fue conocido por su sonrisa. Cuando caminaba por las calles de su ciudad o conversaba con sus amigos, todos comentaban sobre su buen humor y su alegría constante. Sin embargo, nadie sabía lo que ocurría cuando Andrés se quedaba solo.
Cada noche, al regresar a su pequeño apartamento, la sonrisa desaparecía. Andrés se sentía atrapado. Cuando era joven, soñaba con ser artista, crear pinturas que reflejaran sus emociones y viajar por el mundo, pero la vida lo llevó por un camino muy distinto. Terminó trabajando en una oficina, frente a una computadora, cumpliendo tareas mecánicas que no le llenaban el alma. El peso de la rutina, y la distancia entre sus sueños y su realidad, lo aplastaba.
A pesar de su éxito laboral y de lo que sus amigos veían como una vida feliz, Andrés se sentía perdido. Cada día era una batalla interna entre lo que mostraba al mundo y lo que realmente sentía. No quería ser una carga para los demás, así que seguía sonriendo. En su soledad, lloraba por esos sueños que había dejado atrás, y la tristeza lo consumía cada vez más.
Un día, mientras caminaba por el parque, se encontró con una anciana pintando en un pequeño caballete. Sus trazos eran sencillos, pero llenos de vida. Algo en esa imagen resonó en Andrés. Se acercó tímidamente y, sin decir una palabra, observó cómo la mujer mezclaba colores con calma y dedicación. La anciana, sin mirarlo, le ofreció un pincel.
—La vida nunca es lo que esperamos —dijo ella suavemente—, pero siempre podemos elegir cómo pintarla.
Andrés tomó el pincel con manos temblorosas y, por primera vez en mucho tiempo, sintió algo que había olvidado: esperanza. Al deslizar el pincel sobre el lienzo, la tristeza no desapareció por completo, pero algo en su corazón se alivió. Descubrió que, aunque no podía cambiar el pasado ni dejar su trabajo de inmediato, podía empezar a pintar su presente.
Así, poco a poco, sin dejar de sonreír ante los demás, Andrés comenzó a encontrar un espacio donde sus sueños y su realidad podían convivir. Y aunque el camino aún era largo, ya no se sentía tan solo en su tristeza.
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