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El Jardín de Alya


 

En un reino lejano, rodeado por bosques oscuros y montañas altas, vivía Alya, una niña de catorce años con un don extraordinario: podía hacer crecer las plantas con solo tocarlas. Desde pequeña, Alya se había sentido conectada con la naturaleza. Las flores florecían donde ella pisaba, los árboles se alzaban más altos y las enredaderas cubrían los muros de su hogar, un castillo antiguo que había pertenecido a su familia por generaciones. Su madre, la reina Livia, siempre la había protegido de todo lo que existía más allá de los muros del castillo.

Alya no conoció a su padre. Había fallecido cuando ella nació, dejando un vacío en el corazón de su madre, quien temía perder también a su hija. Livia gobernaba con justicia, pero cuando se trataba de Alya, se volvía sobreprotectora. No la dejaba salir del castillo, y cada vez que Alya intentaba usar su poder para hacer crecer plantas, su madre intervenía. "El mundo exterior es peligroso", decía Livia con una mirada preocupada. "Tienes un don, sí, pero también una gran responsabilidad. No estás lista para enfrentar lo que hay allá afuera".

Alya soñaba con algo más. Desde lo alto de su ventana, podía ver los pueblos cercanos, cubiertos de humo y polvo, y los campos secos y estériles que habían sido arrasados por la contaminación. Su corazón se llenaba de tristeza al pensar en la gente que sufría enfermedades respiratorias, especialmente los niños, y en los árboles caídos y las flores que ya no crecían. Sabía que su poder no era solo un regalo, sino una forma de cambiar el mundo.

Un día, mientras paseaba por el jardín del castillo, vio a un pajarillo débil y sin fuerzas a los pies de un arbusto. Alya se arrodilló, y sin dudar, extendió su mano hacia el arbusto. Las hojas se volvieron verdes y frondosas, las ramas se alzaron con vigor, y pequeñas flores comenzaron a brotar. El aire alrededor se llenó de un aroma fresco, y el pajarillo, sintiendo la energía de las plantas, batió sus alas y volvió a volar. Alya sonrió con satisfacción, pero entonces oyó el sonido de pasos. Su madre la había visto.

—Alya, te lo he dicho muchas veces. No uses tu poder tan libremente —dijo Livia, con una mezcla de preocupación y severidad.

—Madre —dijo Alya, con lágrimas en los ojos—, no puedo seguir viviendo así. El mundo necesita ayuda. Las plantas que hago crecer pueden limpiar el aire, devolver la vida a la tierra, curar a los enfermos. ¿Por qué me detienes?

Livia miró a su hija, viendo la determinación en sus ojos, pero su miedo era más fuerte.

—Es peligroso allá afuera. El mundo no es como lo imaginas. Hay gente que querría aprovecharse de ti, de tu poder.

—Pero madre, si nunca salgo, ¿cómo sabré lo que puedo hacer realmente? ¿Y cómo cambiará el mundo si no hago nada?

Alya sintió que su madre jamás entendería, así que esa noche, tomó una decisión. Al amparo de la oscuridad, se deslizó fuera del castillo. Caminó hasta los campos secos que había visto tantas veces desde su ventana. Extendió sus brazos hacia la tierra y se concentró. Las semillas enterradas, adormecidas por el tiempo, comenzaron a despertar. Pequeñas hojas verdes surgieron del suelo, creciendo cada vez más rápido hasta formar un bosque vibrante. Los árboles, que parecían simples sombras en la distancia, cobraron vida, y el aire, que antes estaba cargado de polvo, se volvió puro y fresco.

El amanecer encontró a Alya de pie en medio de un paisaje transformado. Había creado un nuevo mundo verde, lleno de vida. De pronto, escuchó pasos apresurados. Era su madre, que la había seguido hasta allí.

Livia se quedó sin aliento al ver lo que su hija había hecho. Todo a su alrededor era hermoso, exuberante. Los árboles proporcionaban sombra, las flores llenaban el aire con fragancias dulces, y el viento parecía cantar una canción de esperanza.

—¿Cómo… cómo es posible? —susurró Livia, asombrada.

—Porque este es mi destino, madre —dijo Alya, con una sonrisa suave—. Este es el don que me fue dado. No para ser contenido, sino para compartirlo con el mundo.

Livia cayó de rodillas, las lágrimas brotando de sus ojos. Había intentado proteger a su hija del mundo, pero ahora se daba cuenta de que había sido el mundo el que necesitaba de ella.

—Lo siento —dijo Livia, abrazando a Alya—. No sabía… No comprendía cuán importante era tu don. El mundo necesita más de esto, más de ti.

Alya devolvió el abrazo, sintiendo que, por primera vez, su madre entendía. Juntas, regresaron al castillo, pero esta vez no para encerrarse, sino para planear cómo podrían expandir el nuevo reino verde de Alya más allá de sus tierras.

Al final del día, subieron juntas a lo más alto de la torre del castillo. Desde allí, pudieron ver cómo el paisaje desértico comenzaba a llenarse de vida. El sol se ponía en el horizonte, pintando el cielo de tonos anaranjados y dorados, y todo el reino ahora era verde y vibrante.

Madre e hija se abrazaron una vez más, sabiendo que el mundo estaba cambiando para mejor.

Y así, bajo un cielo lleno de promesas, comenzó la era de Alya y su jardín interminable.


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